Cuando nacieron mis hermanos, como era muy caro comprar yogur en frasquitos para cuatro chicos, mamá descubrió pronto que en una sola noche podía hacer un litro entero de kéfir.
Antes de comenzar esta columna, tengo que agradecer a Neli Torres porque me mandó una reliquia que casi me hace llorar: una bolsita de compras cuadriculada con manijas de argollas de alambre redondas forradas en plástico. No veía una de esas desde hace 20 años. Gracias por esta emoción.
Recuerdo que en una bolsa de compras como esa traíamos todos los días el medio kilo de pan francés, el tinto abocado y la soda, a lo que se agregaba el faltante para hacer la comida del día. Por ejemplo, si mamá decidía hacer una pizza: 200 g de queso cuartirolo, 100 g de aceitunas, 25 g de levadura (que te la vendían suelta) y un paquetito de anchoas en salmuera, de esos que sacaban de una lata grande.
Mi colega Gustavo Aro, por su parte, un fogonero de nostalgias como pocos, me hizo recordar que he hablado poco y nada del yogur de nuestros tiempos. Y eso disparó la evocación. Muy lejos estábamos de tener la góndola de 25 metros de largo por dos metros de alto que existe hoy en cualquier supermercado no saqueado, con 290 tipos diferentes de yogur y en decenas de envases de todo tamaño y color. Cuando éramos chicos, el yogur no era algo común, había que encargarlo al lechero de un día para el otro. Venía en pequeños frasquitos de vidrio, siempre era “aflanado”, y sólo en dos sabores: natural y vainilla.
A mí me gustaba el de vainilla, pero el dibujante de esta columna, Juan Delfini, adoraba el natural, al que le agregaba gotitas de limón y azúcar para lograr así un exótico postre agridulce con el que alegraba su paladar de infante mientras dibujaba, porque de chico, en Ucacha, también se la pasaba todo el día dibujando.
Por Cofico sólo pasaba el lechero de La Lácteo, pero pronto llegarían otras marcas al almacén de los Zorat, como Yolanka (que auspició a un personaje del mismo nombre en Titanes en el Ring ) y La Vascongada, con los cuales llegaron los sabores: frutilla, durazno y dulce de leche, que pasó a ser mi favorito.
Cuando nacieron mis hermanos, como era muy caro comprar yogur en frasquitos para cuatro chicos, mamá descubrió pronto que en una sola noche podía hacer un litro entero de kéfir, que es el yogur casero y se elabora con un solo pote y un litro de leche. Para tener al día siguiente, sólo tenía que separar un pote para hacerlo con otro litro de leche, que por entonces venía en esos envases de boca ancha. A mí me encantaba ese yogur de entrecasa, al que acostumbraba ponerle unas gotitas de extracto de vainilla.
Hace algunos años, cuando por un tiempo se vendió en la Argentina la marca Parmalat, esa firma brasileña volvió a ofrecer los yogures en frasco de vidrio. Un día me compré uno y lo disfruté como un chico, su sabor me había devuelto parte del inolvidable gustito de la infancia.