Olvídense de sus tristes tostadas, olvídense de esos grasientos huevos fritos con bacon, olvídense incluso de la enervante cafetera y su calórico croissant con chocolate -y no digamos del orgiástico chocolate con churros ¡qué porras! de los domingos. El gran desayuno, el desayuno con mayúsculas, que equilibradamente llena, deleita y alimenta, es el desayuno turco. Un desayuno, como el país mismo, de deje menos dulce que salado.
Culinariamente, Turquía está -sigue estando- en la encrucijada de los Balcanes, la Europa Mediterránea, Oriente Próximo y el Cáucaso (antesala de Asia Central). Su desayuno bebe en abundancia de todas esas fuentes. Obsérvese que hasta sus ensaladas, como no se deciden entre el jugo de limón y el aceite de oliva, ofrecen las dos opciones.
En cambio, lo que es inequívocamente turco es el yogur, que es, de hecho, una palabra turca (yoğurt, con esa ğ que, como la de Erdoğan, es muda), pero aunque el yogur turco puede ser increíblemente bueno -hasta el más barato del súper- el abanico de productos lácteos es mucho más amplio. Son la leche, quizás por atavismo nómada, quizás balcánico.
Muchos turistas riegan sus comidas o se refrescan con el muy recomendable ayran (equivalente al lassi indio sin sabores añadidos), pero lo que toca a la hora del desayuno es el sanísimo kefir, de una consistencia más espesa, auténtico manantial probiótico. Pero hay más, como el kaymak, crema para untar a medio camino del requesón y la nata montada. De la misma manera que los ingleses y tantos extranjeros despachan con un “salami” -palabra ni siquiera propia- las tropecientas variedades de embutidos catalanes, a nosotros nos falta vocabulario para describir lo que esta gente es capaz de hacer con la leche de vaca, cabra u oveja.
También para untar, hay olivada, pasta de ajonjolí o sésamo (tahin), una miel excelente aún en el panal y, colmo del refinamiento, pasta o extracto de algarroba, esa delicia que aquí algún raro considera sucedáneo del chocolate, en el mejor de los casos, pero que más a menudo es forraje para cerdos, siguiendo la ley de que lo que abunda delante de nuestras narices raramente se aprecia (y nosotros, país de “guanyar-se les garrofes”, somos el primer productor mundial).
Asimismo, en lugar de crema de cacahuete, se estila la más saludable crema de avellanas. Porque este es el país de los frutos secos, habida cuenta que Anatolia abarca desde las familiares nueces, castañas, almendras o avellanas hasta pistachos que no son de este mundo, como los de Siirt (aunque los famosos sean los de Antep).
Por no hablar del queso tierno (peynir) y de las aceitunas -verdes o negras, desde las primas de las arbequinas hasta las hermana de las kalamatas. Aunque el aliño pueda saber a poco -o a nada. Desorientalizarse fue, en Turquía, una razón de ser.
Lo que no falla nunca es el tomate y el pepino (la berenjena, solo falla por las mañanas), que saben todavía a tomate y pepino. Mientras que los ubicuos simit, una especie de grandes roscos tiernos para todos los bolsillos, gustan por igual a ricos y pobres y son exactamente igual de buenos en las mejores mesas y con el vendedor callejero o ambulante, que brinda una de las cada vez más escasas oportunidades de desprenderse de monedas de 25 céntimos (otra oportunidad la da el dolmuş, la furgoneta con pretensiones de minibús privado).
El turista no puede no ver los simit. En cambio, es más posible que desdeñe, sin saber lo que se pierde, las poğaca, bollos de consistencia y sabor muy por encima de lo que hace presagiar su aspecto anodino. Los populares báguels llevados por los askenazíes a Nueva York no son más que poğacas con forma de simit. También, à ne pas manquer, los börek, una especie de empanadas recién hechas, a menudo rellenas de queso tierno, tierno.
Y para beber, el té cristalino de Turquía, servido en vasitos de cristal transparente y, desde luego, sin leche (y mejor aún, sin azúcar). El té turco merece algunas consideraciones. Hay que reconocer que su particular forma de prepararlo, con algo parecido a un samovar, le saca el máximo partido, teniendo en cuenta que la materia prima, el té turco, no es -por lo menos todavía- gran cosa. El cultivo extensivo del té, en las sierras de la parte oriental del Mar Negro, es algo relativamente reciente, de los años cincuenta y sesenta. En general, no es de una calidad exportable, ni falta que le hace, porque el mercado turco lo absorbe casi en su totalidad sin rechistar. Nadie en el mundo bebe tantos litros de té al cabo del año como un turco.
Pero en las plantaciones de té de India o Sri Lanka se sigue a rajatabla la norma de recoger apenas los dos últimos brotes y medio, los más tiernos. Mañana tras mañana. Algo que requiere un número altísimo de jornaleras, pésimamente pagadas. Mientras que en Turquía, me cuenta alguien cuya familia tiene una plantación, la recolección es mucho menos selectiva y mucho más expeditiva. La calidad también se resiente.
El turco bebe té turco porque le gusta y, también, porque no le dan alternativa, con unos aranceles feroces de más del 150% al té extranjero, de mayor calidad, como el de Asam. Turquía, en esto, también intenta estar a caballo entre dos mundos y extraer lo mejor de ambos, exportando coches o electrodomésticos a la Unión Europea, sin aranceles, aprovechándose de sus salarios mucho más bajos, y a la vez, manteniendo aranceles exorbitantes para que países con salarios más bajos, como India o China, no le hagan el mismo juego. El precio del proteccionismo termina pagándolo el consumidor.
Pero volvamos al desayuno turco, tan completo, tan equilibrado -en Turquía, en contra de lo que se lee, hay relativamente pocos obesos- que uno termina perdonándole las imperfecciones. Sus quesos no son los de Francia o España. De acuerdo. Y dar con una mermelada decente es como encontrar una aguja en un pajar -y en el caso de la mermelada de naranja, misión imposible. Los embutidos de cerdo, claro está, son inexistentes, y el bacon habrá que ir a buscarlo a algún que otro hotel de cinco estrellas -si la cadena es internacional, si es turca, quítenle el bacon y de paso una estrella. En cambio la cecina (pastırma) y algún otro embutido humado de ternera casi consiguen, casi, eliminar el mono de jamón serrano. No se puede tener todo, pero lo que Turquía ofrece para después de levantarse admite pocas comparaciones y quizás ninguna igual de saludable.
Desborda este artículo hablar de su excelente café-ellos, y no los italianos, lo trajeron a Europa- porque el desayuno turco, kahvaltı, es por definición lo que sucede antes del café. Tampoco ha lugar a hablar del balık ekmek, el bocadillo de pescado fresco, ese gran invento por 7 o 10 liras (menos de 1,60 euros). Y mucho menos del döner kebap, aunque este haya dado la vuelta al mundo. Porque a lo mejor para aquel cuya educación sentimental incluya las shawarmas -es decir, los döner kebaps- con toque libanés de la calle Verdi o de la plaza del Sol después de una gran película subtitulada -o incluso de sus secuelas pakistaníes- se arriesga a decepcionarse con la escueta versión original. Turquía es un gran país, podría decir este, con poca salsa.